Desperté de nuevo frente a mi cortina inexistente. El sol me recibió con los brazos abiertos y acercándose a mí oído me dijo suavemente: ya se te hizo tarde. Huyendo del calido abrazo del astro rey, corrí en un pie hasta el baño, rebotando en las paredes cual pelotita de pin ball pues mi pierna izquierda decidió permanecer dormida en ejercicio de sus derechos de independencia. Como es de esperarse, un ente bípedo, de pronto impelido a usar una de sus extremidades, irremediablemente tendrá un encuentro cercano con el suelo, y yo no soy la excepción. Después de comprobar que las leyes de gravedad aun están vigentes, me moví tan rápidamente como un hombre de edad mediana puede arrastrarse por el suelo. Por fin llegué a la regadera; desde mi comprometedora posición me estiré para abrir las llaves. El agua fría cayo de golpe sobre mi espalda, lo que por fin logró que mi pierna rompiera su huelga de dedos caídos y decidiera funcionar. Tres minutos después, el agua apenas se entibiaba, reduciendo las cómicas vibraciones involuntarias de las que era victima. Procedí pues a llevar a cabo un inventario. Después de comprobar que todos mis miembros y órganos se encontraban en su lugar, el segundo inventario arrojo un problema casi insalvable: no había jabón. Estiré mi mano para alcanzar el shampoo; segundo problema, la botella también estaba vacía. Cerré la llave y tome la toalla para secarme un poco y así poder atender la emergencia que me aquejaba. Enredé en mi cintura el paño absorbente, debo haber engordado porque casi no me daba la vuelta la toalla que me vendieron en la comercial mexicana, pues ya no había toallas pullman, y cuando me ofrecieron unas toallas de “medio baño” pensé que no me servirían, pues yo siempre me baño completo. Elegí las toallas para manos pues nunca me he secado con otra cosa que no sean las manos, aunque creo que debí comprar toallas para cintura en su lugar.
Convencido de la pronta necesidad de comprar una dieta o por lo menos una bata de baño talla “casa de campaña”, salí del baño con un sugestivo escote en la pierna derecha, la clasica postura de conejito conejeado, y mi piel adquiriendo un sano color tornasól por el cambio de temperatura. Enfilé hacia el lavadero compartido para poder robar alguna sustancia que desmanchara mi honor y limpiara mi piel. Veamos: ¿Cloralex?, me voy a volver albino; ¿Easy Off?, quiero bañarme, no exfoliarme; ¿Suavitel?, como bañarse con enjuague para cabello (puerco pero suavecito); ¿Zote?, ya no hay, me lo acabe durante una mexicanisima huelga antiamericana; ¿Fabuloso?, creo que soy alérgico a la lavanda… Por fin encontré mi salvación, el bote de “Salvo Arrancagrasa”; detergente en pasta que asegura arrancarme la grasa (¡Ja! ¡Si el Siluet 40 no pudo!), además tiene jugo de limón, y si mi memoria no me falla, el limón se usa para, entre otras cosas, desinfectar axilas, axial que es negocio redondo. ¿Por qué nunca se me había ocurrido?... Estaba yo metido en mis pensamientos sobre éste gran descubrimiento, cuando un ruido como de “cubeta vacía que cae estruendosamente sobre el piso de cemento” me tomó por sorpresa detrás de mí. Al darme vuelta solo alcancé a ver como una jerga empapada con maestro limpio envolviendo un jalador caía sobre mi cara a velocidad de 24 cuadros por segundo. Levanté las manos para proteger el perfil griego que tantas angustias me ha dado, cuando, demasiado tarde, recordé el porque no debía haberlo hecho. La toalla llego al suelo acompañada por gritos emanados de una mujer de uno sesenta de altura, tubos en la cabeza, sesenta años y trapeador en mano, que vociferaban palabras extrañas, aderezadas de insultos y declaraciones de impudicia, bajéz y suciedad. En mi total desnudez, solo tenia el botecito de Salvo para salvarme, así que se lo lancé directo a la cara, con tan mala suerte que no fallé ni por medio centímetro. La señora, de armas tomar y con mascarilla de pasta lavatrastes, levantó una botella de Downy, que me sorrajó entre ceja y oreja. El envase reventó en mí, pero su contenido alcanzó a llegar hasta la ropa ya lavada de la susodicha, que veía a punto del infarto como sus blancas sabanas y calzones de diseños exóticos eran embadurnados por el líquido rosa. Hecha un energúmeno, se volvió hacia mí y arremetió en mi contra, atacándome con todo lo que tenia a mano. Corrí despavorido de nuevo hacia mi puerta, en ocasiones viendo objetos varios volar sobre mi cabeza, y en ocasiones sintiendo cómo se impactaban en la parte posterior de mi cráneo. En un espasmo de conciencia, reconocí el botecito de detergente en pasta rebotando en la pared frente a mi, y con un alarde de agilidad digna de bailarina del Ballet Bolshoi, tome el objeto de botepronto y entre por la puerta, protegiéndome dentro de mi casa de la furia de la sexagenaria vecina. Mas tranquilo, procedí a bañarme con agua fría (el enemigo apagó el calentador en un acto de sabotaje) y con la sustancia recién descubierta; los resultados fueron algo funestos. Me sequé a brincos, pues en la refriega había perdido la toalla. Me vestí y salí tan sigilosamente como pude. Ya con mi cuerpo cenizo y ardido por el detergente, pero rechinando de limpio, pude constatar que mi estrategica huida no había marcado el final de la batalla, pues encontré mi coche bañado en detergentes, jabones, pastas varias, aceites y lo que parecía ser betún de calzado. Desde entonces he sido victima de “acoso antiséptico”, pues su modus operandi depende exclusivamente de productos encontrados en el departamento de limpieza en cualquier Bodega Aurrera. Yo por mi cuenta soy partidario de la no violencia, pero en áras de la justicia, el perro de mi vecina ha eructado burbujas los últimos tres días.
The Doctor is clean...