19 septiembre, 2006

La otra parte del quinto octavo

Esperó acostada hasta que lo último del calor que él le había dejado terminara por disiparse. Limpió distraídamente las lágrimas que habían salido de sus ojos sin propónerselo, mojando la almohada y provocándole comezón en el rostro. Levantó la mitad de su cuerpo, apoyándose en la mano y miró la puerta por la que había entrado no hacía mucho, y por la que él se marchó cuando aún estaba oscuro. ¿A dónde iba? ¿Huía de su casa? No, de su casa no: huía de ella. Bajó la mirada hasta la almohada que había sostenido esa cabeza llena de tormentos e ideas equivocadas, mas no por eso menos encantadoras. Y la vió: una tarjeta blanca, escrita con tinta negra. "Yo te llamo". "Yo te llamo". ¿"Yo te llamo"? ¿Qué era eso? ¿Había ido a una entrevista de trabajo? ¿Estaba ahí esperando los resultados de una evaluación de características, esperando que las suyas cubrieran las necesidades del contratante?

"Yo te llamo". ¿Qué significaba? ¿Que debería irse de ahí, buscar un departamento y en cuanto tuviera línea telefónica, caminar hasta la casa de él e introducir sigilosamente por debajo de la puerta una tarjeta como respuesta a esa, con su nombre y su número nuevo? ¿O que esperara a que el teléfono que había en la sala gritara con su timbre infernal, sacándola del hoyo de miseria en el que sentía sumergirse?

No. Aquella salida a deshoras no era, en definitiva, algo bueno. Aunque quizá él era así. A final de cuentas, sólo lo había leído, escuchado de vez en cuando y visto un par de veces. No lo conocía, en el sentido que le dan las personas normales a la palabra. Para eso había ido. Para comprobar qué tan alejada era la imagen de la persona real. Anoche se había dado cuenta. Anoche cuando estaban frente a frente desnudos y mirándose a los ojos. El corazón escapó un latido y la idea cayó en su conciencia, haciendo "clank". Junto con el pensamiento, llegó una certeza: no duraría. El intentar una relación donde ambos pudieran tocarse estaba destinada al fracaso. Porque tocarse implicaba dar paso a lo cotidiano y a las peleas de todos los días. A repetirle una y mil veces que debía bajar la tapa del baño, que le tocaba lavar los platos, que la cama la arreglaba el último en levantarse, y que una casa con perros huele mal, no importa cuánto limpies. Tendría que conquistar espacio en el closet, repintar las paredes de un color más alegre, lavar el refrigerador y ponerle algo dentro. Y luego llegar a acuerdos: qué días cocinas tú y qué días cocino yo. A mi me gusta leer en la cama hasta entrada la madrugada. Y quiero el lado derecho. Las toallas blancas son mías y no quiero que las toques. Una semana lavas tú y otra semana lavo yo. Ojalá supiera que para lavar, la ropa se separa por colores.

No. No podía durar. Es más, había terminado desde la primera noche, cuando notó cierto rencor en su mirada un poco antes de cerrar los ojos para dormir un rato. Quizá el derecho era su lado preferido de la cama también. Y mientras ella adivinaba sus movimientos cuando él se levantaba y dirigía al baño, sintió una tonelada de tristeza oprimiendo la esperanza, destrozándola por completo. Y fué cuando la primer lágrima traicionera se aventuró a conocer el mundo exterior. Poco después él ya no estaba.

Ni hablar. Lo había intentado. Era hora de tomar las piezas de su corazón roto como esfera en días previos a la navidad y replegarse en la soledad a tratar de unirlo de nuevo. Con desgana se vistió, buscó algo con qué escribir y debajo de las letras negras en la tarjeta blanca, plasmó: "No. Yo te llamo a ti". Tomó su maleta, que ni siquiera llegó a abrir, y sin mirar atrás, cerró la puerta haciendo mucho ruido, y se fué.

2 Comments:

Blogger Dr. Fausto said...

adorable... simplemente adorable...

porque ¿acaso un pastel sin betun y cereza, no es solo un pan de dulce venido a mas?

Gracias AC

5:12 p.m.  
Blogger Eien Yume said...

Una respuesta muy femenina.

12:14 p.m.  

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